miércoles, 8 de abril de 2009

Publicidad subliminal; o no tan subliminal.



¿Sabéis ese típico sentimiento de estar completa e irremediablemente necesitado de una fresca, intensa y deliciosa cerveza; de no ser capaz de dormir por su culpa; y de no ser capaz de sacarte de tu cabeza la bella imagen de una cerveza bien servida? Si no sois alcohólicos, lo más probable es que no. Aunque, teniendo en cuenta que lo más probable es que seáis españoles; eso también significa que lo más probable es que seáis alcohólicos; lo que significa que lo más probable es que también entendáis este sentimiento. No obstante, lo que sí que es lo más probable es que os encontréis un poco mareados por tanta probabilidad.


Así pues, seguiré escribiendo dando por supuesto que el lector es un aficionado a la sangría don simón o a otros productos sinónimos de alcoholismo; o que, en el peor (o mas bien dicho, mejor) de los casos, simplemente entendéis que pueda haber una persona con tal necesidad imperiosa en su cuerpo.


¿A que viene todo esto? Pues bien, conozcáis o no el sentimiento, el caso es que esa sensación de desesperación cada vez que pienso en una cerveza me lleva acechando hora tras hora, minuto tras minuto y instante tras instante, sin interrupción alguna, desde el día H. No, no soy un alcohólico; y eso es lo que me lleva a escribir esta breve anécdota; ¡El hecho de que me encuentre en tan alta necesidad de una cerveza sin ser yo mismo un gran admirador de tal bebida!


Empieza esta historia; esta lúgubre y triste historia, en las frías y abarrotadas afueras del museo Van Gogh; museo localizado en la holandesa ciudad de Amsterdam. Habían entrado mis amigos, pagando una agradable y poco costosa cantidad de 15 euros, perfectamente asequible para un grupo de agarrados estudiantes que llevaban días sobreviviendo a base de fast foods, y yo les esperaba pacientemente, dando un agradable paseo por las calles próximas, puesto que ya había visitado este museo anteriormente y no era mi admiración por el pintor suficiente como para sacrificar la posibilidad de comer bien por una vez en todo el viaje. Tengo que admitir, pero, que dicho deseo nunca llegó a cumplirse, y que el dinero ahorrado en tan inteligente movimiento acabó en manos de un agradable paquistaní a cambio de una de esas originales camisetas que absolutamente nadie más tiene de Amsterdam. Es más, y para colmo del asunto; no solo no fui capaz de disfrutar de esa codiciada comida de calidad, sino que además acabamos comprando, en el próximo día entre los cinco que éramos, un cubo (y digo cubo pues este es el nombre del recipiente en el cual se nos fue dado el menú) de 50 alitas de pollo radioactivas en el exquisito Kentucky Fried Chicken, el cual provocó maravillas en mi feliz estómago.


No obstante, no voy a ser descortés con la anécdota del cubo de alitas de pollo, pues ella solita se merece como mínimo su propia historia, su propio libro y su propio debate sobre los peligros de ingerir tales delicias dignas de Ferran Adrià.


Así pues, retomando el hilo de la historia, aguardé pacientemente la llegada de mis amigos y nos dirigimos todos juntos hacia el próximo gran museo del día: el gran y famoso museo “Heineken”. Excitados todos por la promesa de los señores Lonely Planet de que al final de la visita se nos iban a regalar tres jarras de la cerveza, nos encaminamos felizmente a visitar tan prometedor lugar. La sonrisa en mi cara al descubrir que el precio de ese lugar tan cultural era tan solo de 15 euros una vez mas fue probablemente visible a millas de distancia. No hace falta, supongo, hacer ninguna broma sobre el hecho de que pagara 15 euros para visitar el museo de una cerveza y no para visitar a uno de los pintores mas reputados de la historia; aunque, siendo sincero conmigo mismo, no hay cosa que me preocupe menos que esta ligera contradicción de valores. Así pues, entré en el museo esperando encontrarme como mínimo a la versión cervecera de la fábrica de chocolate de “Willy Wonka”, dado el precio que habían pagado mis pantalones.


Como pueden ustedes imaginarse, mis esperanzas se vieron considerablemente frustradas una vez entrado en el museo. La primera sala era una idéntica reproducción de la típica entrada de un bar normal. La segunda sala, la exacta imitación de un bar en si mismo (¡oigan ustedes, incluso reproducciones a tamaño real de los taburetes!). Y en vez de los oompa loompas, en la tercera sala se encontraba un holandés con profundas dificultades para expresarse en inglés intentando hacerse el inteligente sobre el complejo repertorio de ingredientes de la cerveza.

Afortunadamente, la visita cobró un poco mas de interés pasadas esas salas. Vídeos sobre todos los anuncios de la cerveza desde 1950 hasta el presente; salas construidas a base de botellas de cerveza, un poco de historia sobre la marca y otras curiosidades que como mínimo presentaban un poco mas de novedad respecto a las precisas reconstrucciones de un bar.


La visita siguió tranquilamente hasta llegar a una sala con dos barmans (uno de los cuales me alegré de descubrir que era el oompa loompa de la tercera sala otra vez) que se disponían a hacer un profundo discurso sobre la manera de beber – y servir – cerveza de manera adecuada. Acabado el completo discurso y demostración, se nos permitió saborear una cerveza servida allí mismo, la cual se suponía debía ser la mejor cerveza de nuestros días.


Y lo fue. ¡Oh dios, si lo fue! Fue deliciosa. Embriagadora. Fue allí, en ese instante, en ese momento, en ese segundo donde todo empezó. Donde la trampa cobró vida. Dos salas mas adelante, nos esperaba el sitio donde íbamos a recibir nuestras 3 jarras de cerveza gratis, las cuales se transformaron, por problemas léxico-semánticos, en dos simples vasos de cerveza “Extra Cold”. ¡Pero por el amor de dios, qué dos vasos! Su sabor intenso se derramaba por las papilas gustativas de manera explosiva y suave a la vez; su frío glaciar te hacía desear más y más cerveza, y su color te hacía soñar en ríos de oro y nubes blancas y puras. También te emborrachaba, pero después me informé que este efecto era general en el mundo del alcohol y de la cerveza. Saboreadas nuestras dos cervezas, salimos fuera del museo impactados por el sabor de tan deliciosa cerveza. Tan pronto como la primera persona del grupo presentó el debate de “a donde queréis ir ahora”, por mi cabeza cruzó la imagen de un bar; cualquiera, fuera o no igual al de la reproducción del museo, donde sirvieran Heineken “Extra Cold”.


Acabamos yendo a nuestro apartamento, pues el ánimo general era de cansancio y no de fiesta. Una vez dentro de nuestro pequeño cubículo, fui rápidamente a coger una de las múltiples Heineken que llevaban en nuestra nevera ya un par de días. La serví de la manera aprendida horas antes en el museo, y me dispuse a saborearla de igual manera que lo había hecho el oompa loompa.


Fui, no obstante, sorprendido por un hecho que por nada en el mundo habría podido esperarme: ¡Tenía el mismo sabor! Cerré los ojos, para asegurarme de que ningún otro sentido influyera en el juicio, y volví a saborearla. Sin duda alguna, era la misma cerveza. Pero, ¿como era posible si ésa no era una Extra Cold? Mi mente empezó a divagar. Y mientras divagaba, me di cuenta mas tarde que había bebido ya otras 3 cervezas más. Algo estaba pasando. Yo ya iba feliz; para ser generoso con mi estado en aquel momento, y seguía deseando más y más cerveza. Pero no era solo deseo de cerveza... ¡Necesitaba mas Heineken! Intenté calmarme. Intenté calmar mis ansias, pero mis intentos fueron infructuosos. Abrí la quinta lata Heineken y me abandoné a los impulsos que tantas horas de verde museo habían colocado dentro de mi mente.


Y aquí sigo, ahora mismo, desde hace ya más de dos días; con una necesidad absurda de beber Heineken, y me pregunto, con toda la sinceridad que cabe en mi corazón...


¿Porqué tanta tontería de publicidad subliminal si la directa, la directa a base de patadas, funciona tan bien?

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P.D: Y, para acabar, como curiosidad fuera del texto... ¿se habían fijado nunca en el curioso hecho de que las tres “es” de la palabra Heineken están ligeramente inclinadas hacía arriba de tal modo que parece que sonrían? ¿Más publicidad subliminal quizás :P?


Tengo también que informar a mis lectores (sean pocos o muchos) que iré alternando el catalán con el castellano en mis escritos, pues no quiero rechazar mi lengua materna en este blog ni quiero privar a ciertos amigos míos de leerlo.

miércoles, 1 de abril de 2009

¿Le pongo lo de siempre, señor?



Que frase más clásica. Tan simple, tan inofensiva a primera vista, y con tanto significado detrás de ella. La ves y la lees en infinidad de películas y novelas. E incluso, en los casos mas afortunados, a veces se presencia de manera casual en cualquier bar de cualquier parte del mundo. En estos casos; en estas aparentemente normales situaciones, contemplamos como el sujeto camarero, con toda la tranquilidad del mundo, se dirige a una, a primera vista desconocida, persona, y le pregunta, con un tono neutro de voz, si desea tomar lo de siempre. ¡Lo de siempre! Y tu, si estás tan profundamente aburrido como yo, y no tienes un amigo delante con quien hablar de algo infinitamente más interesante (caso no muy complicado), te empiezas a plantear qué será lo que este hombre (o mujer) toma siempre. Sigilosamente, miras de reojo la cara del personaje; y repasas su vestuario de principio a fin. Te fijas en los zapatos, en los pantalones, en el cinturón; en la camisa o camiseta, y en si viste o no viste un elegante y serio traje de Armani. Juntas las piezas de tan intrincado puzzle y sacas una aún apresurada opinión sobre que será lo que toma tan frecuentemente. ¿Vista su apariencia de ejecutivo, será un café solo? ¿O acaso unos churros con chocolate? ¿Será un cruasán? ¿Una palmera? ¿Unos huevos fritos? ¿Un curry oriental aliñado con especias exóticas, sazonado con verduras tailandesas y con un yogur de zanahoria de acompañamiento? Inmediatamente descartas la última opción. Pero las otras, junto con algunas otras no nombradas, revolotean por tu cabeza; y ya llegado a este punto, te resulta imposible dejar de pensar en ésas opciones. Más probablemente porque tú también tienes hambre que no porque realmente estés tan interesado en el desayuno de dicho desconocido. Así, minutos mas tarde, uno acaba normalmente resolviendo la intriga con la consecuente llegada del plato pedido; que habitualmente se encuentra dentro del abanico de platos previstos previamente.

No obstante, el hecho de que hoy no haya desayunado ni comido nada debido a ciertos problemas técnicos no es la razón por la que escojo hablar de éste tema. Sí, tengo un hambre atroz, pero eso tiene (o eso espero) una fácil solución. La verdad, es que quisiera ponerme un poco filosófico respecto a la frase de la cual llevo hablando un buen rato. En el fondo, es una frase que siempre he deseado que me pregunten. Entrar en un bar, tranquilamente, con la cabeza alta; sentarme sin mirar a mi alrededor y que un diligente camarero me pregunte, también como quien no quiere la cosa, si quiero tomar lo de siempre. Oh! Que feliz sería. Querría decir que me conocen, que saben quien soy... Que soy importante para el bar! Es mas, que soy crucial para el bar! Que soy como un amigo, como un familiar... como un novio del propietario del local! Aunque, bien pensando, quizás no sea algo tan magnífico como lo hago parecer. Pero, sí es cierto que me haría sentir como que formo parte de la vida del bar.

¿Y porqué os comento esto? Pues porque, como ya habréis podido deducir... el otro día, finalmente, y después de largos meses de trabajo y esfuerzo, asistiendo a un bar regularmente... Al fin me preguntaron si quería tomar lo de siempre! Al principio no pude creerlo. Mire a mi alrededor. Busqué al hombre vestido de Armani. O al abuelo con la boina y el jersey de lana. Pero no estaban allí. El camarero se estaba refiriendo sin duda alguna a mi persona; a mi humilde y nerviosa persona. Inspiré y expiré profundamente un par de veces; y cuando me sentí preparado, respondí: “si, gracias, mozo”. Miré el reloj. Eran las 10:03. Miré por la ventana un par de veces con una ancha sonrisa en mi cara. Me moví inquieto en mi silla. Busqué maneras de matar el tiempo hasta que mi cruasán de chocolate; mi tan ansiado cruasán de chocolate llegara a mi mesa. Ojeé el periódico que llevaba encima; el cual era obviamente uno gratis que me habían dado a la salida del metro y el titular del cual era “Muere perro paticojo en Vallecallejo de la montaña”. Leí un par de noticias claramente inventadas, aunque por gente con un curioso sentido del humor, y fabriqué, gracias a mis limitadas artes de papiroflexia, un par de burdos animalillos con las servilletas del bar.

Pasados unos cuantos minutos, empecé a ponerme nervioso. ¿Realmente se tarda tanto en preparar un cruasán de chocolate? Minutos después llegó la respuesta. Me preparé mentalmente para el momento. Cerré los ojos para sentir el magnífico aroma del chocolate semi-derretido, y aguardé a que el camarero depositara el plato en mi mesa.

Cuando por fin los abrí, múltiples preguntas llegaron a mi mente; muchas de las cuales ya he sido capaz de responder. Otras, quizás algún día encuentran respuesta. Mas hay dos, y solo dos, que perturban mi sueño y no me dejan dormir tranquilo; y ésas son...

¿Quién demonios desayuna ensaladilla rusa?, y más importante aún, y e aquí la raíz de la cuestión... ¿Por qué demonios tenía que ser esta persona tan parecida a mi?