lunes, 17 de septiembre de 2012

Y cuando el brit boy…



 


La gente pasa tan rápido por delante de mis ojos que es imposible ponerme a describirlos a todos y cada uno de ellos – haciendo la tarea de reproducir la vida de una ciudad, de esta ciudad, de Londres, casi imposible.

Describir la ciudad se me antoja imposible. Por un lado, no la conozco aún – y por el otro, tengo la sensación de que incluso si hubiera estado viviendo aquí durante años tendría una tarea colosal y casi imposible a la hora de ponerme a reducir la vida y espíritu de tamaña ciudad a una colección de líneas escritas.

La verdad es, que a mucha gente se les llena la boca de grandes palabras populares cuando intentan describir ciudades como esta: “cosmopolita”, dicen – “moderna” – o internacional, o cualesquiera que sea la palabra que prefieran utilizar en el momento de su párrafo.

Miro otra vez a través de la ventana e intento ver esas palabras – y sí, veo gente que vino de muchos sitios. Pero les miro a los ojos y no creo que la definición – la mayor identificación que humildemente les podemos otorgar sea la de que son diferentes a la persona que justo se cruzaron de camino a su trabajo.

Al fin y al cabo, la mayor definición que le podríamos dar a una ciudad sería la de su gente; pero no la de su origen – sino la de su dirección. La de su ahora – la de su mañana, la que les hace caminar ajetreadamente por la calle – la que les hace caminar agarrados de la mano, o caminar simplemente, a tomar una copa, o a cenar, o a amar – o a donde sea – y todos tendrán una historia, y con suerte un sueño si el frío y la lluvia no se lo han quitado aún. Y ninguno contestará a la pregunta de quiénes son y qué hacen allí con un "formo parte de una comunidad internacional"; y es que la ciudad forma parte de cada uno de ellos y no al revés.

Eso no quiere decir que debamos olvidar sus orígenes. Y uno de los que no debemos olvidar es el Español. En un restaurante de comida rápida – o en una tienda de ropa – o en una tienda de móviles, o abriéndote la puerta en un local; o repartiendo panfletos; o paseando a una persona mayor. De todas partes y en todas partes, el balbuceo del mal inglés con acento castizo abunda en los negocios, en los trabajos pequeños pero sacrificados – y no es su origen que empapa y define el espíritu de la ciudad, sino la pregunta de “¿hacia dónde van todos ellos?” –¿Qué hacen todos en esta fría e húmeda ciudad?

¿Aprender inglés? ¿Huir? ¿Intentar hacerse una vida? ¿Son felices? ¿Cuánto tuvieron que sacrificar para simplemente poder tener un plato de comida caliente ganado por su propia mano, vivir en un pequeño estudio – siendo generosos con su definición, no llamándolo zulo – a 1 hora del centro de la ciudad, y fabricarse su propia vida? ¿Qué harán cuando esto se acabe?

A mi parecer, no es la ciudad de la multiculturalidad – es la ciudad de los sueños muertos de miles de personas que no tuvieron otra alternativa más que huir a dónde les acogían cual mejicano en California.

No obstante, la ciudad tiene una gran parte glamurosa: rica, culta, majestuosa, con caros taxis, restaurantes, grandes fortunas – pop culture, pop music, pop icons, pop pop pop y pop, y gente fumando con americanas; viviendo el Londres de las olimpiadas, el Londres del arte y la exuberante elegancia británica.

Y cuando el brit boy, músico Indie, pide una hamburguesa, quien le sirve es un Indio

o un Español.

Esto, señores, es el fast food de la multiculturalidad.