jueves, 28 de abril de 2011

Noche en Nueva York


Después de escribir y borrar la primera palabra mil veces, han llegado las dos menos cuarto, aquí, en Nueva York, y las palabras siguen resistiéndose a aparecer, o a aparentar ser las correctas. Incluso mientras escribo esto, soy consciente de que, muy probablemente, acabe o borrado, cancelado de la existencia, o abandonado en alguna carpeta perdida de mi ordenador. De hecho, y mientras escribo, echo de menos, aún sin haberlo hecho nunca, el escribir a mano… la sutileza, la necesidad de precisión… uno no puede vagabundear entre un mar de palabras descartadas si está escribiendo en papel. La pantalla, su luz, su haz, me atonta, me ensimisma…. Me resta concentración.

Quizás todas las últimas veces que he intentado escribir en estos días he fracasado porque intentaba escribir sobre algo en especial; algo que había ocurrido, o una línea de pensamiento, o intentaba transmitir una idea, y enriquecerla, y engrandecerla, y todo lo que conllevan los delirios de grandeza de la lectura para el escritor novato. Me doy cuenta, en la solitud de esta noche (y soy perfectamente consciente de que estoy utilizando adjetivos banales, vacíos – véase otro ejemplo – para “engrandecer” el texto – crimen milenario de la escritura, perpetuado por la gran mayoría de escritores, profesionales o “amateurs”), de que a veces, aquellas cosas que nos llegan más, que nos transmiten más, y nos hablan al corazón de verdad, o ya no tanto al corazón, sino a lo que somos, a nuestro ser, son las cosas que salen con la misma espontaneidad, con la misma furia del momento.

Tengo miedo – mucho – a que se me malinterprete, a que penséis que estoy – como he intentado muchas otras veces en estos últimos días, infructuosamente – intentando crear un “big bang” en vuestras mentes, que quiero que al acabar de leer esto la gente suelte un “Aaaaah” y se les haya iluminado la mente, y estallen en aplausos. Nada más lejos de la verdad. De hecho, hasta ahora mismo no he dicho nada, palabras vacías, y soy consciente de ello, y así me gusta.

Lo que me apetece es verter lo que mi mente, emborronada por la vida de estos últimos meses, ha procesado, como un estómago indigesto, mascado, digerido y malnutrido a su huésped.

NY es una ciudad fascinante. Loca, caótica, progresista, conservadora, hippie, moderna, hipócrita, falsa, real – y créanme, no estoy poniendo opuestos simplemente para animar la prosa, pues la ciudad tiene tantos matices como barrios – pero, más que nada, sorprendente para una persona como yo. Aaah! Y me dejé solitaria. Solitaria, solitaria…. De gente difícil de descifrar, pero solitaria… - Pues yo nunca me habría planteado salir solo, a tomar unas copas, en mi ciudad, en Barcelona. La primera noche que decidí aventurarme a hacer esto en la ciudad “que nunca duerme”, no tenía ni idea de a dónde iba. Conocía nombres de algunos bares, lugares, música, Jazz – eterno estilo de música que uno debe pronunciar en un escrito como éste para sentirse “hipster” en esta ciudad, o aparentar modernidad – pero la verdad es que todos habían estado referenciados por internet, ese gran consejero – donde encontrar información fiable e imparcial se convierte en una odisea digna de dejar en entredicho la valentía de Ulises. Así pues, aunque sabía nombres, no tenía ni idea – ni la más remota – de a dónde podía ir, cómo era la gente, si sería un paria de la noche, o si esa misma me abrazaría cómodamente en el abrigo de algún bar con compañía extraña y extrovertida, lo cual era – evidentemente – lo que deseaba.

Mi primera idea para la noche fue modesta; tranquila – pues deseé ir simplemente a un pequeño pero reputado bar de Jazz, en Harlem – cerca de donde vive mi hermano, y de echo recomendado por él – para tomar unas copas y experimentar la bizarra compañía – ¡bizarra! – de las solitarias noches de Nueva York. Con hambre – voraz – paré antes en un Little Caesar’s para comprar una pizza por 5$ (precio de oro en la ciudad), aunque la lluvia, el paraguas, y la cena me obligaron a resguardarme en la entrada de un párking, tristemente, hasta que al menos hubiera saciado a mi estómago. Harlem tendría vida, historia, y belleza durante el día, pero durante la noche, sin llegar a ser dura, era triste; vagabunda, quizás por la lluvia. El bar estaba a una caminata de 30 minutos, aún, y aunque estaba diluviando, el paseo fue agradable – agradeciendo la paz y la solitud que el agua traía a la ciudad.

No hubo suerte, pero, ya que al llegar a St. Nicks, el bar en sí, descubrí que – sin avisar previamente en la web, otro punto más para internet – estaban cerrados por un buen tiempo, y no podría disfrutar esa noche de mi cerveza, o bloody mary, o White russian, o lo que fuera lo que hubiera pedido ahí dentro – decir whisky sonaría clásico pero sería falso – mientras escuchaba lo que me habían prometido sería jazz del bueno. No es, siendo sinceros, que yo fuera capaz de distinguir entre jazz bueno, y jazz malo. Es más, y para ser justos con el mundo – y este escrito – ni siquiera estoy seguro que fuera capaz de distinguir algunas canciones de jazz – ¡lo juro!

Así pues, la tristeza me embriagó – ocupando la tarea que esa noche debía ocupar el alcohol – y decidí volver a casa, a las escasas 10 de la noche, con las manos y el alma vacías, a tumbarme en la cama. Por suerte, pero, tenía delante de mí una caminata de más de 30 minutos; y al cabo de 15 minutos, la energía regresó a mi cuerpo, y decidí coger el metro, y joder, ir a la otra parte de la ciudad, a donde fuera, al East village, o hasta Williamsburg, si hacía falta, y entrar en un bar, pedir diez bebidas, y escuchar lo que fuera que tuvieran de música, y reírme de la ciudad y de su historia y de su gente.

Era domingo, y más tarde descubriría – aunque no era difícil deducir, por la gente en el ferrocarril – que domingo era la noche Gay de Nueva York. En parte agradecí este hecho – el cual me proporcionó la tranquilidad de saber que por los barrios por los que iba a ir, la noche estaría tranquila, y no habría demasiada gente, y podría disfrutar de una bebida en paz, sin tener que abrirme paso entre multitudes de hipsters o rockeros o jóvenes en general ansiosos de demostrar a la noche que ellos eran los más auténticos. Era curioso, pues – y aun teniendo en cuenta el ímpetu que tenía en el cuerpo -, una vez llegué a East Village, los barrios parecían amenazadores para mí, y tenía miedo de entrar, y toda mi confianza se desvaneció en segundos, y pensé en dar media vuelta, en volver a casa, corriendo, y dormir sin que tuviera que sentirme vulnerable por allí.

Por suerte, había pagado el desproporcionado precio del ferrocarril en NY para llegar hasta ahí, y no iba a desperdiciarlo, aunque fuera evidente que quedarme en ese barrio a beber, me iba a costar mucho más dinero. Tenía un par de nombres en mente – bares con buenas referencias, donde tocaban buenos grupos, de música indie y experimental – pero los descarté al momento en que los vi. La mayoría, infieles a la descripción de mi guía, no estaban llenos de modernos “artistas” o –wannabees, en término anglosajón – sinó de pretenciosos triunfadores de Nueva York en los trentaipico con asiáticas – lo que, aunque parecía difícil, era aún peor.

Caminé, subiendo por la avenida Essex, hasta encontrar un bar con Hooka’s – Shisha, Narguile, pipa de agua – y me tentó, tanto él como la paz que reinaba en él, y su gente, hablando amigablemente, y mirando el partido de los Lakers.

Después de pedir una cerveza, no tuve otra opción más que fingir que me interesaba el partido, y aparentar que ése era uno de los motivos por los cuales estaba en el bar. Supongo, a ningún ser humano, con la sensación de vulnerabilidad – ridícula – que sentía yo en ese momento, querría simplemente ponerse a hablar con algún extraño – por banal que fuera la conversación – y sentirse rechazado por la noche – Ah! Que sensación más ridícula, ¡qué triste puede ser, el espíritu humano, a veces!

Por suerte, la noche – y su gente – me rescató de mi mirada perdida en el partido y me invitó a contar de dónde era, que hacía ahí, y todas las otras preguntas de cortesía de desconocido a desconocido. Gente amable, con historias - ¡locas algunas! Recuerdo una de ellas, donde un chico venezolano me contó cómo se había despertado en el último fin de año: con un desconocido apuntándole en la cabeza con una pistola, y preguntándole - ¡Dónde está la caja fuerte! (De película, pero por su cara, verídica). Y mientras él estaba ahí, pensaba en sus amigos, celebrando el año nuevo en Nueva York, y en la frivolidad del mundo – jodida historia - , y al cabo de 3 horas atado, con sangre seca en la cara pues le habían golpeado para despertarle, alguien del grupo propuso matarlo porque les había visto la cara – y porque eran ladrones y no asesinos no se atrevieron y no lo hicieron, y ahí estaba, en Nueva York, en un bar, hablando con un desconocido – yo – de Barcelona, contándole una historia así.

Y hablando de sus vidas, y de la mía, y contando locuras pasó la noche, agradable, pero inquietante, pues era curioso ver la solitud de la gente de esa ciudad, y cómo yo no era el único que había salido solo – podría jurar ¡Los que iban en grupo por esos bares debían ser la excepción! – y me preguntaba qué esperaban esas almas de la noche. Otro chico, relativamente joven, no paró de enseñarnos los mensajes que le enviaba una amiga suya – todos intentando convencerle para que fuera hasta su casa a “visitarla” – pero ahí estaba, con nosotros, y nuestras heinekens y hooka’s – caras de cojones – y nuestras historias, y le entendía, pues a veces eso podía ser mucho más agradable que estar bailando, o pasándolo mal por una chica, o intentando cortejarla, o ¡Demonios, quien sabe!

Al salir del sitio – 3:00 a.m. – y dirigirme a casa, sentí felicidad, pues había disfrutado la noche, pero tristeza, pues aún quedaba noche, y quería disfrutarla, pero no me atrevía, y no quería entrar en esos tugurios de baile, y locura – y no me atrevía a estar ahí sólo, donde – ahí sí – me habría sentido sólo contra el mundo, y me volví a casa, con esa sensación agridulce, contradictoria como la ciudad misma – pero no sin antes pasar 40 minutos, volviendo a casa, en los ferrocarriles, mirando a otras caras como la mía, a gente que salía sola, y que sólo dios, si existiera, sabría qué buscan de la noche.

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